domingo, 25 de marzo de 2012

Café

Me encantaban esas mañanas, despertarme contigo y verme en tus ojos. ¿Cuánto hace que no lo hago? Demasiado.
Nos gustaba levantarnos cuando las calles llevaban horas ya puestas y toda la gente estaba activa. También me gustaba mirarte fijamente mientras dormías y golpearte suavemente con el dedo mientras decía:
-¿Estás despierto?
Y tú, que no lo estabas, te despertabas y me mirabas soñoliento. Y yo reía. ¿Te acuerdas de todo esto? Lo que no consigo recordar, por mucho que me esfuerce, es por qué dejamos de hacerlo. Creo que me lo explicaste, que me dijiste algo extraño sobre unos compromisos importantes y unas reglas que había que cumplir. Yo sé que asentí e hice como que lo entendía. Pero no lo hago. Te echo de menos. Todo está al revés, pero me engaño y te dejo ir. Ya me sé las consecuencias de todo esto y tú también.
Aunque siempre me queda cerrar los ojos e imaginar. Imaginar que nada ha cambiado cuando ya nada es igual. Imaginar que no estoy imaginando y entonces siento que todo va bien. Y sonrío, soñar no hace daño. Al menos mientras lo haces, cuando despiertas ya es otra cosa.

Estoy recordando, ahora mismo, cómo olía el café cargado de por las mañanas. Lo adoraba. Así me gusta beber a mí el amor. Algunos lo hacen en copas de ginebra abrasadora, otros en vinos recatados. Yo no. A mí el amor me gusta que sea como una buena taza de café. Intenso, fuerte, amargo. Que no me deje dormir ni un segundo, que me mantenga despierta sin que me dé cuenta. Que no empalague, que no emborrache. Pero, eso sí, que cree adicción.