Levantaron el vuelo tras haber incendiado la ciudad. Todo ardía
y el calor consumía lo poco que no se habían llevado ya. La gente andaba
ensimismada en sus problemas, ajena al destrozo que había a su alrededor. Yo volvía a casa, a lo que quedaba de mi casa,
esquivando las llamas y convenciendo a los semáforos para que se pusieran de mi
parte. Una brisa de aire fresco se abría paso por la ciudad mientras yo no
dejaba de rezar, pidiendo un poco de lluvia a algún demonio salvador. El mundo
estaba al revés, pero ya no importaba. Los porqués morían en mis labios antes
de salir. Al final no he podido despedirme, pienso, no he podido decirla una
última vez lo mucho que la quiero. Ni tampoco he podido besarla, una vez más. Maldito
fuego absurdo que me consume con cada paso. Deja de colarte lentamente en mi
cuerpo o quémame ya de una vez. Pero no alargues esta agonía. Y tú, móvil
desalmado, dime algo. Dime que aún queda esperanza o dime que no volveré a
verla. Tú, teléfono agorero, dime si mi mundo se acaba de terminar en esa
habitación de hospital o dime si puedo seguir respirando. Y, ya que estás, dime
si el mundo va a volver a su sitio o si se va a quedar del revés para siempre. Me
gustaría saber al menos eso. Ya que nadie parece que vaya a responderme a la
pregunta más importante de todas. ¿Por qué los ángeles pirómanos quieren
arrebatarme a lo que más quiero en este mundo?