lunes, 28 de mayo de 2012

Adiós

Fue una mañana eterna. Los nervios, la inquietud, las ganas de verle. Y por fin, después de pasar por un examen eterno de física, fui a la estación. Me monté en el tren con esa sensación extraña en el estómago que me dejaba siempre mal cuerpo. Nunca me han gustado las estaciones. Es un lugar frío, donde ves a gente llorando, despidiéndose, dejándolo todo atrás. Pero aquel día ni siquiera pensé en ello. Cerré los ojos, me puse mis cascos y deje que la música inundara mi cerebro.
Dos horas y media más tarde abrí los ojos, cogí mi bolsa de viaje y me bajé del tren. Lo que sentí en aquel momento es indescriptible. Verle ahí, en el andén, esperando, esperándome a mí, con una sonrisa que hacía que el sol estuviera celoso, con la mirada más tierna que un ser podía poner y notando sus ganas de abrazarme, de fundirnos, latiendo en el aire. Y eso es lo que hicimos. Me acerqué y nos fundimos en un abrazo que para mí duró eones pero  que en realidad no fueron más que unos segundos. Y eso sólo lo hacía más difícil. Porque yo estaba allí para decir que ya no más, que le amaba más que a nada pero que no podía seguir con aquello, que la distancia me estaba matando, que le echaba tanto de menos que ya no era capaz de razonar. Yo había ido hasta allí para decir adiós.
Pero, ¿cómo hacerlo? Estaba en sus brazos, le sentía junto a mí, transmitiéndome toda esa seguridad que sólo él me hacía sentir. Y lo más importante, sabía que al día siguiente, dentro de trece horas, tomaría un tren de vuelta que me alejaría de él de nuevo. Tenía que decírselo ya. Me estaba enamorando y no podía ser, había que cortar por lo sano y había que hacerlo ya.
Sólo un poco más, me dije. Así que salimos de la estación y nos perdimos en las calles. Él parecía que sabía lo que quería decirle e intentaba ponérmelo difícil. Fue tierno, encantador, adictivo. No podía dejar de mirarle, de reír, de besarle, de sonreír. Era feliz. Pero, ¿qué demonios estaba haciendo? Yo tenía las cosas claras al llegar. ¿Qué me estaba pasando?
Y entonces, después de una noche perfecta y una mañana de ensueño, se lo dije. Justo cuando quedaban pocos minutos para salir, sentados en un banco en la estación, contemplando las vías vacías. Le dije que lo sentía, que le quería pero que no podía. Le dije la verdad, que me estaba enamorando y que no podía ser, que estábamos demasiado lejos, que no iba a funcionar. No podía mirarle a los ojos. Estaba completamente rota por dentro, pero él lo estaba por fuera, y se notaba.
Me abrazó una última vez, enterrando su cara entre mi pelo para que yo no viera unas lágrimas que ya había presentido en sus ojos desde el principio. Y llegó el tren. Y me fui. Con la frente apoyada en la ventana, sin apartar mis ojos de los suyos. El tren se puso en marcha, dejándole poco a poco atrás, y mis labios, involuntariamente, soltaron un triste y solitario ``te quiero´´. 
¿Ves lo que te digo? Yo, de una forma o de otra, siempre acabo jodiéndolo todo. Siempre acabo haciendo todo lo posible para arruinar mi propia felicidad. ¿Qué le voy a hacer? Yo soy así.

martes, 1 de mayo de 2012

Ojalá


Invisible, mujer transparente, que te miro a los ojos y no te das cuenta de que te estoy viendo, no te das cuenta de lo que estoy viendo. No, así no vamos a ninguna parte. Ser incomprensible, siempre con la mirada perdida. Y ya lo sé, ya sé que alguien llegó y te congeló por dentro. Ya sé que alguien incoherente llegó y acabó con todo lo que tenías. Pero yo no tengo la culpa. Pequeño cubito de hielo, me gustaría acercarme más, pero no me atrevo. Con sólo imaginar un no de tus labios se me colapsan las neuronas, se me embota el cerebro. ¡Cuánta impasibilidad en un solo rostro! Estamos perdiendo el tiempo. Me pregunto si reaccionarías, si sentirías algo si te beso. Porque, criatura imposible, me he enamorado de ti.
Todo ha quedado atrás, abandonado por tu apatía. Tu piano, ya marchito de esperarte, tiene tanto polvo y se siente tan solo que no quiere sonar. Te has olvidado de él y eso que era lo que más querías. Aún recuerdo esas tardes en las que pasaba horas observándote, escuchando. Tus manos, ágiles y perfectas, desfilando por esas teclas de color marfil y haciendo la música más bella que había oído nunca. ¿Por qué ya no tocas, criatura desganada? ¿Por qué ya sólo te enfrentas a tu vida con ese rostro vacío e impávido? Supongo que será por lo que pasó aquella tarde, ¿verdad? ¿Sabes de qué estoy hablando? Sí, esa en la que llamaron a tu puerta y ese hombre te dijo aquellas palabras que te rompieron de inmediato. Fue como si al abrir aquella puerta hubieras dejado pasar al dolor, con sus garras dispuestas y sus dientes afilados. Ese dolor que había acechado meses por tu calle, alentado por la incertidumbre y el miedo que emanabas. Y justo aquel día se abalanzó sobre ti y te desgarró. Te destrozó, te rompió de todas las maneras posibles y cuando terminó contigo, te dolía todo. Incluso respirar, incluso vivir. Y aunque habías saboreado muchos finales anteriormente, finales amargos, dolorosos y delirantes, ese te golpeó inesperadamente, porque tenías la guardia baja, porque no te lo esperabas. Y ahora me haces sentir culpable. Ya sé que siempre te habían aterrado los finales. Porque significan que no hay vuelta atrás, que se acabó. Y eso es algo eterno.
No te puedes imaginar cuánto lo siento, criatura solitaria, y lo mucho que me dolió verte así. Acurrucada en el frío suelo, con tus ojos desprovistos de toda luz, derramando lágrimas con sabor a hiel, con el rostro inexpresivo, igual que ahora, siendo un triste reflejo de lo que una vez fue, como una mala caricatura hecha por un dibujante con prisa.
Y así te quedaste. Quieta, vacía, sin fuerzas. Tenías frío, demasiado. Estabas helada hasta la punta de los dedos de tus diminutos pies. Lo único que pasaba por tu mente era que tenías que agarrarte fuerte. Cogerte, sujetarte, amarrarte, porque si no el frío separaría sin piedad todas las partes de tu cuerpo. Y también recuerdo que no dejabas de susurrar unas palabras, al principio incoherentes, pero que después entendí a la perfección. Por favor, decías, por favor, sólo te pido un invierno más, por favor. Eso me dolió. Ya sabes que yo te lo hubiera dado, si hubiese estado en mis manos te hubiera entregado todos los inviernos del mundo, pero no pude.
¿Recuerdas cuando nos vimos por primera vez? Yo sí, igual que si fuera ayer. Esa sala, llena de gente, luces, con ese calor sofocante. Tú estabas en el escenario, con las manos sobre tu piano. Habías conseguido enmudecer a todas aquellas personas, habías hecho que se olvidaran de sus problemas. Y entonces lo supe. Mi subconsciente te reconoció de inmediato y pude afirmar con certeza de que eras aquella a la que siempre había buscado. Fue extraño, lo más raro que me había pasado nunca. Así que, aprovechando aquel regalo que me ofrecía el destino, me acerqué después del concierto para hablar contigo. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste? Por aquel entonces hablabas mucho, continuamente, con esa voz cantarina y dulce. Y me susurraste que eras incapaz de usar la lógica, que tú lo intentabas, pero no lo lograbas. Que eras una soñadora que creía que todo saldría bien, a pesar de todo lo que estaba pasando por aquella época. También me contaste que tú sólo escuchabas lo que decía tu corazón, porque tu cabeza nunca hablaba. Que en tus prioridades primero iban los sentimientos y luego todo lo demás. Sí, hablabas muchísimo y te enrollabas con cualquier cosa. Ahora ya no dices nada. Ahora crees que no sirve de nada ese montón de palabras, esos sueños que han caído sepultados por tu desesperanza.
Ojalá. ¿Recuerdas lo mucho que odiabas esa palabra? Ojalá. Decías que era una palabra espantosa que sólo reflejaba algo que deseas mucho pero que no puedes conseguir jamás. Pues yo hoy la voy a usar. Desde que me marché no dejó de hacerlo. Tengo millones de ojalás amontonados por el suelo. Algunos amargos, otros esperanzadores e incluso unos pocos soñadores. Aunque a esos les salieron alas y se marcharon hace tiempo. Ojalá pudiera estar ahí, te echo de menos.
A veces intento que el mundo se colapse. Desearía tanto que un día chocáramos y que las chispas que saltaran nos fundieran de tal forma que cuando nos separáramos de nuevo yo pudiera tener algo tuyo, como tu risa o el aire que inspiras en cada bocanada y tú algo mío como mi esperanza (que falta te hace) o mis recuerdos donde pudieras ver cómo te miraba y que sentía cuando aparecías con esa sonrisa y con los ojos brillantes.
También cabe la posibilidad, de que al chocar dejáramos de existir y nos fundiéramos con el universo. Infinitos, etéreos, legendarios, únicos. Y entonces podríamos pasar la eternidad entrelazados, unidos. Pero es solamente un sueño. Quizás… si no estuviéramos a años luz, si no fuera tan grande esta maldita distancia que nos separa a pesar de que ahora mismo puedo verte perfectamente.
¿Sabes que aquel día en el que te rompiste yo tenía mucho miedo? No sé si habrás pensado en eso, pero yo estaba aterrado. No entendía dónde estaba, ni qué estaba pasando. Me quedé quieto, en medio de ninguna parte, esperando a que alguien me encontrara, deseando que me estuvieras buscando. Pero era imposible, me volví invisible y no tengo ni idea de cuánto tiempo va a durar esto.
Ya ha pasado el tiempo, pero creo que sigo sin entenderlo. Aquí todo va demasiado rápido, aquí todo es muy grande. Es como un desierto gigante en el que de pronto te encuentras un océano que apaga el calor. Es todo tan brillante. Es todo mentira. No sé, quizás no encaje nunca aquí. Supongo que no. ¿Cómo podría encajar en un sitio en el que tú no estás?
A veces me tiemblan las rodillas y siento que la brisa más ligera podría derribarme. Luego me río. ¡Aquí nunca hay viento! Aquí nunca pasa nada. Sólo puedo quedarme sentado, o quizás estoy flotando, mirándolo todo, atontado por la densidad del aire, escuchando conversaciones ajenas de gente que no he visto nunca, viendo cómo se mueven y continúan con sus vidas, sin saber que les observo.
Y cuando me quedan fuerzas, grito. Te llamo todo lo alto que puedo, asombrado de que aunque estoy frente a ti, tú no puedes verme. Y maldigo todo, el mundo, las guerras, las armas. Maldigo aquella tarde en la que salí al campo de batalla, alentado por un discurso que hablaba de lo fácil que sería la victoria, y ya no regresé nunca más. Ahora estoy muerto.