Fue una mañana eterna. Los nervios,
la inquietud, las ganas de verle. Y por fin, después de pasar por un examen
eterno de física, fui a la estación. Me monté en el tren con esa sensación
extraña en el estómago que me dejaba siempre mal cuerpo. Nunca me han gustado
las estaciones. Es un lugar frío, donde ves a gente llorando, despidiéndose,
dejándolo todo atrás. Pero aquel día ni siquiera pensé en ello. Cerré los ojos,
me puse mis cascos y deje que la música inundara mi cerebro.
Dos horas y media más tarde abrí
los ojos, cogí mi bolsa de viaje y me bajé del tren. Lo que sentí en aquel
momento es indescriptible. Verle ahí, en el andén, esperando, esperándome a mí,
con una sonrisa que hacía que el sol estuviera celoso, con la mirada más tierna
que un ser podía poner y notando sus ganas de abrazarme, de fundirnos, latiendo
en el aire. Y eso es lo que hicimos. Me acerqué y nos fundimos en un abrazo que
para mí duró eones pero que en realidad
no fueron más que unos segundos. Y eso sólo lo hacía más difícil. Porque yo
estaba allí para decir que ya no más, que le amaba más que a nada pero que no
podía seguir con aquello, que la distancia me estaba matando, que le echaba
tanto de menos que ya no era capaz de razonar. Yo había ido hasta allí para
decir adiós.
Pero, ¿cómo hacerlo? Estaba en
sus brazos, le sentía junto a mí, transmitiéndome toda esa seguridad que sólo
él me hacía sentir. Y lo más importante, sabía que al día siguiente, dentro de
trece horas, tomaría un tren de vuelta que me alejaría de él de nuevo. Tenía que
decírselo ya. Me estaba enamorando y no podía ser, había que cortar por lo sano
y había que hacerlo ya.
Sólo un poco más, me dije. Así que
salimos de la estación y nos perdimos en las calles. Él parecía que sabía lo
que quería decirle e intentaba ponérmelo difícil. Fue tierno, encantador,
adictivo. No podía dejar de mirarle, de reír, de besarle, de sonreír. Era feliz.
Pero, ¿qué demonios estaba haciendo? Yo tenía las cosas claras al llegar. ¿Qué
me estaba pasando?
Y entonces, después de una noche
perfecta y una mañana de ensueño, se lo dije. Justo cuando quedaban pocos
minutos para salir, sentados en un banco en la estación, contemplando las vías
vacías. Le dije que lo sentía, que le quería pero que no podía. Le dije la
verdad, que me estaba enamorando y que no podía ser, que estábamos demasiado
lejos, que no iba a funcionar. No podía mirarle a los ojos. Estaba
completamente rota por dentro, pero él lo estaba por fuera, y se notaba.
Me abrazó una última vez,
enterrando su cara entre mi pelo para que yo no viera unas lágrimas que ya
había presentido en sus ojos desde el principio. Y llegó el tren. Y me fui. Con
la frente apoyada en la ventana, sin apartar mis ojos de los suyos. El tren se
puso en marcha, dejándole poco a poco atrás, y mis labios, involuntariamente,
soltaron un triste y solitario ``te quiero´´.
¿Ves lo que te digo? Yo, de una
forma o de otra, siempre acabo jodiéndolo todo. Siempre acabo haciendo todo lo
posible para arruinar mi propia felicidad. ¿Qué le voy a hacer? Yo soy así.
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